Vía Crucis Sacerdotal
“Y el que no toma su propia cruz y me sigue, no puede ser discípulo mío”
(Lc. 14,26)
V/. Te adoramos, Oh Cristo, y te bendecimos.
R/. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
Reflexión: Jesús nos pide cargar con su cruz como si fuese la nuestra (cfr. Mt. 16,24), Él cargó la nuestra como si fuera la suya. El Cirineo llegó como espectador pasivo y terminó siendo protagonista activo. La llamada vocacional del Señor tiene infinitas maneras de expresarse y de manifestarse a los futuros consagrados. Dios carga nuestras miserias sobre sí para llevarnos a sus excelsitudes, nos llama desde nuestras terquedades humanas para que caminemos libremente hacia el altar de la vida sacramental. Ser sacerdote es optar a ser un cirineo eterno. El sacerdote carga la cruz de Cristo, soporta la suya y sobrelleva la de los demás. Ese triple yugo es llevadero para los sacerdotes porque descansa en los regazos de la liturgia y de la oración vivificante.
El sacerdote, alimenta en sí mismo una vida espiritual de sacrificio y de amor, inspirada en el don del propio sacerdocio ministerial. Su oración, su forma de compartir, sus esfuerzos en la vida, están inspirados por su actividad apostólica que se alimenta de toda una existencia vivida con Dios. El sacerdote es hombre de fe profunda y probada, hombre de lo sagrado y litúrgico. Tiene el Orden sacerdotal y vive dentro del orden de la vida cristiana.
El sacerdote es también un hombre de comunión, porque ser un cirineo es ser hombre de Iglesia. Es el que reúne al Pueblo de Dios y refuerza la unión que hay entre sus miembros por medio de la Eucaristía; él es el animador de la caridad fraterna entre todos. Actúa con sus hermanos en el sacerdocio. Colabora con su propio obispo, padre y pastor, y se esfuerza en acrecentar los lazos de unión entre los miembros del presbiterio. La cruz sacerdotal cargada con fidelidad se convierte en estrella radiante de luz.
Oración: Jesús mío, te ruego por toda la Iglesia: concédele el amor y la luz de tu Espíritu y da poder a las predicaciones de los sacerdotes para que los corazones endurecidos se ablanden y vuelvan a ti. Señor Jesús, danos sacerdotes santos; tu mismo consérvalos en la santidad. Divino y Sumo Sacerdote, que el poder de tu misericordia los acompañe en todas partes y los proteja de los engaños y asechanzas del mal, que están siendo tendidas incesantemente para las almas de los sacerdotes. Que el poder de tu misericordia, Señor, destruya y haga fracasar lo que pueda empañar la santidad de los sacerdotes, ya que tú lo puedes todo. Amadísimo, Jesús, te ruego por el triunfo de la Iglesia, oramos a Tí “Vid verdadera” por una bendición para el Santo Padre Benedicto XVI que nos ha convocado a este Año sacerdotal y por todo el clero, por la gracia de la conversión de los pecadores despiadados. Te pido, Jesús, una bendición especial y luz para los sacerdotes ante los cuales me confesaré durante el resto de mi vida para unirme eternamente a Ti único Dios vivo y verdadero. Amén.
Vía Crucis Sacerdotal
“Ánimo, hija, por tu fe has sido sanada”
(Mt. 9,22)
V/. Te adoramos, Oh Cristo, y te bendecimos.
R/. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
Reflexión: El rostro de Jesús se impregna de su sangre redentora y del sudor fatigoso. Ya exhausto y a punto de enceguecerse consigue de una noble y gallarda mujer la gracia de ser enjugado. Este gesto tan simple, es un hálito de fuerza motivadora para el Hijo de David, que aún no ha llegado a la meta redentora. Los sacerdotes diariamente celebran el santo sacrificio eucarístico, actualizan el misterio de la Cruz de Cristo y prolongan la acción salvífica del Señor. El cáliz de la Eucaristía se transforma en la faz de Jesús crucificado, allí se vierte la Sangre de la Nueva Alianza bebida de salvación para los creyentes. El vaso sagrado se convierte en el Cáliz de la Salvación y el sacerdote como ministro del santo sacrificio al purificar la copa eucarística se transforma en el permanente dispensador del Sacramento del Altar.
Enjugar el rostro de Jesús es prepararlo para la prueba definitiva del Calvario. El rostro del Santo entre los santos se dispone a concluir la última etapa de su misión: dar la vida. El perfecto y santo purifica con el velo impregnado a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones (cfr. Is. 25,7). Los sacerdotes son llamados a vivir una relación personal más íntima y completa con el misterio de Cristo y de la Iglesia, a beneficio de toda la humanidad; en esta elección no hay duda de que aquellos supremos valores humanos tienen modo de manifestarse en máximo grado.
La consagración a Cristo mediante el celibato sacerdotal permite al consagrado, la mayor eficiencia y la mejor actitud pastoral para el ejercicio continuo de la caridad perfecta. Sobre esta base de relaciones tan ricas y tan profundas, el celibato adquiere un significado nuevo: no es ya una condición del sacerdocio, sino el camino de una verdadera fecundidad, de una auténtica paternidad espiritual, porque el sacerdote entrega su vida para que los frutos del Espíritu maduren en el Pueblo de Dios.
Oración: Dios de misericordia y santidad, escucha el grito angustiado de tu pueblo para tener sacerdotes santos que les guíen. Llena sus corazones con celo luminoso a fin de que puedan desempeñarse dignamente en tu presencia, sean siempre leales a tu Iglesia, y alcancen amarte con un amor eterno. María, Madre de Jesucristo y Madre de los sacerdotes: acepta este título con el que hoy te honramos para exaltar tu maternidad y contemplar contigo el Sacerdocio de tu Hijo unigénito y de tus hijos, Santa Madre de Dios. Madre de Cristo, que al Mesías Sacerdote diste un cuerpo de carne por obra y gracia del Espíritu Santo para salvar a los pobres y contritos de corazón: custodia en tu seno y en la Iglesia a los sacerdotes que ofrecen diariamente el Cuerpo de Cristo. Te rogamos por tus elegidos que han abandonado el ministerio sacerdotal, para que se mantengan firmes en la fe y puedan alabarte en el silencio profético de sus vidas y en el regazo de sus almas deseosas del santo pastoreo. Amen.
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