Desde los primeros siglos del cristianismo, la Santa Madre Iglesia supo honrar a quienes sometidos a las bárbaras persecuciones, entregaron sus vidas al sufrimiento y a la muerte por Cristo. Bestias, fuego, espadas fueron los instrumentos idóneos para que la sangre derramada fecundara la Iglesia de Cristo y la hiciera crecer en santidad y en número.
El mismo San Pablo, cuando sólo era Saulo de Tarso se asombraba y admiraba de aquellos que aprehendía y de cómo iban contentos a la cárcel y al sufrimiento, inclusive cantando himnos y salmos en honor al Dios de Jesucristo.
De ese ingente grupo se distinguen dos categorías fundamentales: los mártires y los confesores. Martyr, que traduce testimonio, era el título conferido a quienes entregaban su vida al sufrimiento y a la muerte sabiendo que les esperaba un destino muy superior. Confesor era aquél que, soportando penalidades y sufrimientos por Cristo, no era llamado a portar la palma del martirio; sobrevivían a las torturas para luego confesar ante los hermanos de comunidad lo que tan hermosamente escribiera San Pablo:
¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? ¿Las tribulaciones, las angustias, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada? Como dice la Escritura: Por tu causa somos entregados continuamente a la muerte; se nos considera como a ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto obtenemos una amplia victoria, gracias a aquel que nos amó. Porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor. (Rom.8, 35-39)Fieles convencidos no solo del amor de Cristo, sino de la pascua del primer cielo y la primera tierra hacia un cielo nuevo y una tierra nueva.
Pero los conceptos de Mártir y Confesor, propios de la Iglesia de Jesucristo, no son tan “exclusivamente propios”. Siempre hay una causa que defender, siempre hay un bien mayor que buscar, siempre habrá un excelente motivo para defender “hasta que duela” los principios inalienables y fundamentales del ser humano, no solo los espirituales o religiosos, de ahí que justamente pueda hacerse una analogía con quienes asumen como propia una causa justa. Bolívar, Sucre, Camejo, Girardot, Ricaurte pueden ser llamados, por analogía, mártires y confesores de la independencia de Venezuela. Nelson Mandela es un excelente ejemplo de Confesor de la causa africana contra el apartheid de los blancos de Pretoria.
Hoy, en la Venezuela del tercer milenio viene a encenderse una luz en medio de la oscuridad del miedo, en medio de las sombras de la represión. Julio Cesar Rivas, estudiante universitario, contrasta su corta edad con el inmenso valor, por defender los ideales de libertad y renegar de quien hoy detenta la primera magistratura del país, es hecho prisionero político bajo los cargos de instigación a delinquir, rebelión y posesión de arma genérica (que a los ojos de cualquier “astuto” agente policial puede ser hasta un peine), pero todos sabemos que la verdadera intención es la de disuadir, la de amedrentar, la de hacer callar.
Confinado en los reductos carcelarios no cede a la intimidación; ni siquiera los tarifados del régimen, haciendo gala de todo su veneno inoculado en las diferentes páginas web de opinión han podido desmerecer la valía de este jovencito que infunde nuevos bríos al enfrentamiento democrático contra un poder que tiene bajo su bota la justicia, las leyes y gran número de medios de comunicación.
Solo en un gobierno autoritario la defensa de los derechos puede ser catalogada como crimen que se paga con cárcel. Julio Cesar probó el encono de un gobierno sensible a cualquier manifestación de disidencia y salió airoso. El periplo confinatorio ha terminado y ha salido de la galera no para diluirse en el cobarde anonimato sino para participar abiertamente de una huelga de hambre que los dignos estudiantes protagonizan en la sede de la OEA para hablar por los que no tienen voz, los presos políticos.
Julio Cesar Rivas, Confesor de la democracia y de los derechos civiles; figura abyecta para los tarifados de lengua bifurcada y focas que aplauden como locas cualquier desmán del guapo’e barrio mayor, pero preclaro ejemplo para los que buscamos un bien mayor, inclusive mayor que nuestra propia vida.
Simpático detalle al que ya nos tienen acostumbrados fue el que al momento en que Julio Rivas se disponía a dar una rueda de prensa a los medios, luego de su salida de la cárcel, las transmisiones fueron interrumpidas por una cadena nacional para despedir al nuevo Bolívar, Muammar-al-Gaddafi, que ya había enrollado su tienda de beduino y la había metido en la maleta de su limosina blindada, para tomar rumbo a Libia. ¿tanto miedo le tiene el gobierno a un jovencito? Me parece que no es a la figura sino a lo que encarna y a lo que tanto temor le tiene el gobierno: la ausencia de miedo.
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