Como todas las personas serias de este país y del vecino ya sabían de antemano, la guerra bolivariana se quedó en flatos y perfumes. Y es que al comandante le gusta, infantilmente, hacer sonar todas las alarmas y, luego de armado el alboroto, salir con su cara muy limpia a decir que se trata de un simulacro, que él no quiso decir lo que dijo y que, si lo dijo, pues no lo dijo. Allá él y sus telarañas ideológicas y mentales.
La buena noticia es que el Comandante reculó, es decir, que metió marcha atrás y recogió su discurso bélico porque las encuestas le indicaron que la mayoría de los venezolanos no ven a los hermanos de Colombia como enemigos. En verdad, la gente distingue muy bien entre las peleas necias de presidentes y las auténticas y fluidas relaciones binacionales entre poblaciones amigas. Pero ahora queda sembrada una desconfianza peligrosa de los ciudadanos de los dos países no sólo hacia sus cúpulas políticas sino hacia sus militares.
¿Qué significa esto para nosotros? En primer lugar, que los habitantes de Colombia y Venezuela no aceptan una hipótesis de guerra entre los dos países y que la rechazan por encima de la propaganda que mueve el chavismo y los perros marcianos de la guerra. Los gastos militares de Venezuela no se compadecen, de lejos, con la protección de las fronteras con Colombia, Brasil o Guyana.
Por ejemplo, el principal enemigo de Venezuela en las zonas fronterizas no son las fuerzas armadas de Brasil, de Colombia o de Guyana. Son los grandes conglomerados que se ocupan del tráfico de drogas y seres humanos, de gasolina y gasoil, de oro y diamantes, de ganado y precursores químicos para transformar las hojas de coca en polvo de cocaína.
Eso es lo malo de tener un presidente ignorante porque cualquiera lo monta en la mesa y se ríe a sus espaldas. Por ejemplo Brasil, que dice querernos tanto, es, hoy por hoy, uno de los países que más se aprovechan de la explotación del oro venezolano. En territorio brasileño se contabilizan las grandes riquezas auríferas que son extraídas ilegalmente en Guayana. Y no sólo eso: allá las vuelven legales en dólares cuando, en verdad, son el producto de un robo descarado de la riqueza venezolana.
De la explotación de las minas de diamantes venezolanos ni se diga y mucho menos del coltán, un mineral estratégico que, según el Presidente, se llevan ¡desde hace seis años! los traficantes colombianos. O sea, que mientras defendíamos a Venezuela de los posibles ataques del imperialismo, aquí los traficantes de minerales se habían enterado seis años antes de la maravilla del coltán que existía en Guayana, y se ganaron sus buenos, jugosos y millonarios reales, gracias a la incompetencia de Miraflores para defender nuestras fronteras.
Y sobre Guyana no vale la pena hablar: ya los guyaneses han pactado con Lula carreteras, puentes, explotaciones mineras y proyectos madereros. Medio chuzo a la soberanía nacional. Que miseria ética la nuestra.
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