viernes, 2 de abril de 2010

Sermón de las 7 Palabras de Cristo en la Cruz por el padre José Palmar

LAS SIETE PALBRAS DE JESÚS EN LA CRUZ
"De septem Verbis a Christo in cruce prolatis"


El último sermón que el Redentor del mundo predicó desde la Cruz
AÑO SACERDOTAL

Sacerdote predicador:
Padre José Palmar Morales
Párroco de Ntra. Sra. de Guadalupe


Sermón en la Santa Iglesia Catedral de Maracaibo
Viernes Santo
02 de abril 2010

PRIMERA PALABRA

“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”
(Lc. 23,34)

Perdonar es el valor espiritual de mayor arrojo de los valientes, sólo aquél que es fuerte en sus convicciones de amor, es decidido para perdonar una ofensa, el que sabe perdonar sabe amar.

No podía Nuestro Señor Jesucristo, varón de dolor y experto en quebranto iniciar su mayor demostración de amor sin perdonar a la humanidad entera. El perdón para aquél que ama es una necesidad del mandamiento mayor de la Ley de Dios.

Jesús nació sigiloso, lleno de gloria en la intimidad de un pesebre y murió en total evidencia y consumando su misión liberadora en lo alto del Monte. Se hizo carne para redimirnos y muere en su carne perdonándonos.

Su primera palabra del “último sermón” que el Redentor predicó desde la cruz en el más elevado púlpito de la tierra, fue pedirle a su Padre del cielo el perdón para todos los de la raza humana.

Este “último sermón de la montaña” es para actualizar y consumar el primer sermón del monte conocido como “Las Bienaventuranzas”. Una predicación final de siete cortas, pero profundas sentencias llenas del amor extremo de dar la vida por los suyos. Este último y breve discurso lo llamaríamos “El sermón de la misericordia”.

Con esta sentencia de absolución todos fueron perdonados y justificados. Ha sido el origen de la indulgencia plenaria. Ya el Mesías no tiene enemigos, ahora todos son sus amigos.

Con esta primera palabra: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” hace salir el sol de justicia sobre los buenos y malos, y dejar caer la lluvia de la misericordia sobre todos, santos y pecadores.

La vida de Cristo se puede resumir en cuatro acciones, anunciada por los profetas y que el Redentor de la humanidad las cumplió a plenitud en el suplicio del madero: su oración al Padre; sus sermones a la gente; los grandes sufrimientos; y las admirables obras que realizó. Todo esto se verifica y se experimenta en la cruz. Jesús en el Calvario suplica, instruye, soporta y obra.

Las “siete palabras de Jesús en la cruz” es la oración agraciada y por excelencia más glorificante dirigida al Padre. Se puede decir con toda devoción que las sentencias pronunciadas por el Maestro en el Gólgota es su postrimera plegaria, vemos a un Jesús rezando en la cruz la oración del “Padrenuestro” en la consumación del misterio pascual.
Al que intentaron apedrear y despeñar en su propia tierra de Nazareth, lo torturan y lo crucifican en la ciudad santa del originario sacerdote sempiterno Melquisedec, donde Jesús al ser víctima, sacerdote y altar culmina el rito anticipado por el Rey de Salem.

Su enseñanza en el Calvario fue tan vigorosa y poderosa que la muchedumbre terminó retirándose del “Cerro de las calaveras” golpeándose el pecho por la contrición de sus almas y la conversión de sus corazones.

Se rompieron las piedras, peñas y rocas, se abrieron sepulcros, sarcófagos y tumbas, pero también se convirtieron para el Reino de Dios los duros de corazón y necios ante el Señor. Fue un sermón terminal que resumió sus enseñanzas y condensó la genialidad de su buen actuar. “Pasó haciendo el bien” (Hch. 10,38), porque terminó forjando el bien, no para sí, sino para los demás. Ese fue Jesús.

Pidió el perdón para la humanidad, más Él no necesitaba ser perdonado, moría en la cruz el Cordero de Dios inocente e inmaculado. Esta suplica de perdón la ruega con poderoso clamor y lágrimas en el Púlpito del Predicador, altar del Sacerdote Víctima, campo del Combatiente, en el taller del que obra maravillas, en la barca sin tormenta.

Ya antes al viejo maestro Nicodemo se lo había anunciado: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga por Él vida eterna» (Jn. 3,14-15). Los mordidos por el pecado al contemplar radiantes al Crucificado quedaban reconciliados y perdonados.

Hoy vivimos en una sociedad carcomida por el pecado social, pero que es insensible e impasible frente al martirio de Jesús en la cruz. Muchos de aquellos espectadores y curiosos en el Gólgota al ver al Crucificado se volvieron a Dios, actualmente resulta casi imposible la conversión de vida de algunos que alimentan la violencia, el terror y el crimen. El que está dispuesto a perdonar siempre será crucificado, y el que se resiste a perdonar se mantiene como el acusador.

Para Jesús la vida de la humanidad entera valía toda su oración, predicación, sufrimiento y acción; para los criminales en la actualidad, la vida de un ser humano no vale nada y la negocian como si se tratara de unos enseres, unos inmuebles o propiedades.

Los sicariatos, asesinatos y secuestros son el flagelo que azota nuestra existencia, vivimos en zozobra y angustia. Diariamente se registran cinco secuestros o raptos en nuestro país, de los cuales uno termina en cautiverio cruel e inhumano.

Pareciese que la inseguridad presente fuese como en los tiempos de Jesús, una política de estado patrocinada por los mandamases que ostentan los poderes temporales. El que secuestra es el que condiciona, el rehén es el botín y cuando se da la liberación el secuestrador amparado en el poder se convierte en el héroe.

Nos hallamos al hilo de la muerte y en vilo de nuestras vidas. Así vivió Jesús sus últimos años, predicaba y se marchaba, llegaba y se guardaba, viajaba y se protegía, sanaba y recorría otros caseríos; hasta que el infortunio de la traición le sorprendió y la hora de glorificar a su Padre lo alcanzó. Nuestra vida se acorta y nuestra existencia se agota.

Orar nosotros con la primera palabra de Jesús: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” resultaría como de ingenuidad anímica, pudiéramos perdonar a los delincuentes o criminales, ¿Pero cómo decir hoy que no saben lo que hacen? Sólo desde un corazón lleno de amor y misericordia cabe orar con esta expresión de clemencia y caridad. Esta primera sentencia expresa la novedad y primicia del Evangelio. La Buena Nueva está manifestada aquí con toda la primacía mesiánica.

Esta sí que es una buena y nueva noticia, al que escupen, azotan, condenan y crucifican, perdona, justifica y salva. Como lo anunciara el Profeta Isaías: “Intercedió por los transgresores” (Is. 53,12).

Es una primera palabra eficaz, útil y efectiva para el Reino de Dios. Jesús pudo quedarse en silencio y morir sin pronunciar otra expresión, que ya con esta oración llena de amor y de verdad redentora todo estaba hecho.

Es una palabra digna de ser grabada en el corazón de todo cristiano, para ser ahí preservada, meditada, realizada literalmente y puesta en obra permanentemente. Para muchos perdonar es recordar sin dolor, para Jesús es no mirar nuestros pecados sino nuestra fe.

Jesús como Sumo y Eterno Sacerdote inaugura su sermón en el Calvario con la acción sacramental de la reconciliación.

San Juan María Vianney patrono de los sacerdotes e inspirador de este Año Sacerdotal que pasó su vida sacerdotal entre cuatro míseras tablas, porque allí le esperaban las almas para confesar, decía en la capilla de Ars a sus penitentes: “La gran alegría de Dios es perdonarte, y los sacerdotes le ayudamos a montar la fiesta en el cielo”. Muy a pesar del tormento en el Gólgota, con el perdón de Jesús, en la tierra hubo reconciliación y en el cielo celebración.

Oración: Señor Jesucristo perdón de los pecadores y consuelo de los afligidos, haz que nuestros confesionarios se llenen de la alegría de la reconciliación verdadera, que podamos los sacerdotes seguirte a Ti como camino, verdad y vida e imitarte como el Buen Pastor que busca las ovejas descarriadas y das la vida por rescatarlas y salvarlas. Señor danos muchos sacerdotes santos. Amén.



SEGUNDA PALABRA

“En verdad, en verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso”
(Lc. 23,43)

Del perdón a la humanidad, Jesús en esta segunda palabra pasa al perdón individual. El Calvario se convierte en un confesionario a cielo abierto. Después de una afrenta entre malhechores sobreviene un arrepentimiento suplicante. Quién lo iba a creer, un bandido defiende a Jesús y confiesa sus pecados con dolor de corazón. Cuánto no hubiera sido la alegría inmensa del Maestro de Nazareth si los dos ladrones –tanto Dimas como Gestas- se hubiesen arrepentido.

Gestas se comportó como el mero oportunista y aprovechador que repite el improperio de los soldados: “Si tú eres el Mesías, sálvate a ti mismo y sálvanos también a nosotros”, este criminal no buscaba el perdón de Cristo, pretendía ganarse el indulto de última hora del régimen de Poncio; mientras que Dimas se manifiesta como el arrepentido penitente que mira más allá de la ejecución y fructifica el patíbulo como siembra de vida eterna.

La alegría en la tierra nunca es perfecta, como tampoco la desdicha es completa. Jesús vive en la cruz la realidad viva de la parábola del hijo pródigo. Dos hijos, uno –el que se marchó a la vida disoluta- regresó arrepentido y el otro –que se quedó en casa- se mantuvo con la soberbia. Siempre me he preguntado por la figura de la madre en esta Parábola de la Misericordia Divina, sobretodo porque Jesús siempre nos deleita con el genio de lo femenino para mostrar su gracia santificante.

El padre de los dos hijos muestra las dos figuras del hogar, la paternal y la maternal, en primer plano cuando le reparte la herencia, representa la frialdad del progenitor administrativo, que sólo piensa en el mero suministro de lo material; pero con el correr del tiempo y al sentir el retorno de su hijo menor, aparece la figura maternal, es un padre con corazón de madre, lo busca, lo recibe, lo abraza, lo viste y le prepara una fiesta de alegría.

No podemos confundir nuestro cristianismo como si fuera una religión de dolor, cuando en realidad, es la religión del amor. La promesa de Cristo al Ladrón arrepentido es una palabra de juramento con rango de testamento. “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

La caridad y la misericordia no pueden esperar, Jesús no pierde tiempo para perdonar, ni deja para mañana salvar un alma. No se trata sólo de tiempo, es recoger el fruto de la conversión del pecador. Con esta segunda palabra al “Buen Ladrón” dicha con autoridad y poder, a todos nos da un mensaje de esperanza.

Hasta el último momento de nuestra existencia Jesús se preocupa por nosotros, la paciencia del Siervo sufriente es tan infinita como su misericordia. El Padre que espera a su hijo hasta la última hora, es el Dios que nos salva hasta nuestra última hora.

Jesús abre las puertas del Reino al excluido y rechazado, corrobora la afirmación: “Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que se había perdido” (Lc. 19,10). Ese debe ser el propósito de todo cristiano, allanar el camino, enderezar lo torcido y sanar al enfermo.

Estamos en un mundo donde en vez de abrir las puertas hoy, más bien las cerramos ayer y para siempre. Se las cerramos en la cara a aquellos a quienes Jesús mismo invitó y llamó. Somos una sociedad cruel que fabrica pecadores compulsivos, para después cuando son irrecuperables y se niegan a la resocialización, la misma sociedad los excluye, los sentencia y los condena.

En Venezuela la violación a los Derechos Humanos se ha convertido en una praxis cotidiana y habitual. Si en la calle el estar desarmado es correr un peligro latente, dentro de las cárceles un reo desarmado es un hombre muerto. Hay un salvajismo estatizado y ocultado. Para Jesús los presos arrepentidos merecían una pronta oportunidad de salvación, en Venezuela los presos aunque sean inocentes se les niega el derecho al debido proceso y a la legítima defensa.

Jesús tuvo un juicio cuya metodología procesal dos mil años después sigue vigente dentro de la administración de justicia. Lo entrega el Traidor por un negocio monetario; es capturado de noche como un delincuente común; lo atormentan con insultos y vejámenes; lo torturan sanguinariamente; lo juzgan sometiéndolo a la privación de libertad; ante una inocencia probada su caso se lo pelotea entre los gobernantes; es subastado y canjeado por la libertad de un homicida; carga con la cruz ante el escarnio público y lo martirizan entre dos reos de muerte.

La agresividad política gubernamental manifestada en actitudes represivas, la fabricación acelerada de leyes restrictivas y la intolerancia e intransigencia de funcionarios de los poderes del Estado hacen de Venezuela una réplica reactualizada de la prefectura imperial del gobernante cobarde que se lava las manos para no responsabilizarse por la muerte de un inocente.

Somos un territorio pacífico incorporado a la fuerza a un régimen infractor cuyo jerarca superando con creces al rufián de Pilatos tiene el tupé ante las atrocidades sociales y judiciales de ni siquiera lavarse las manos.

Así como Jesús le dijo al reo arrepentido: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Se debería decretar para el sistema penitenciario nacional, una sentencia justa e inexcusable: Hoy empezarás a vivir la justicia en Venezuela. Hay una política judicial de tácticas dilatorias que produce los retardos judiciales que son uno de los principales problemas que viene afectando el correcto funcionamiento de administración de justicia penal.

Los despachos judiciales son inauditables por la aglomeración desmesurada de los expedientes. No se sabe dónde hay más hacinamiento, si en las cárceles o en los despachos de los jueces y juezas de la República.

El Buen Ladrón tiene acceso directo a Jesús, él mismo le implora: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino” (Lc. 23,42). El Señor Jesucristo muy a pesar de estar viviendo un suplicio mayor, se acuerda inmediatamente de él.

De nuestros presos nadie se acuerda, sólo cuando son mala noticia por las reyertas, motines o hechos de sangre. Se han visto obligados a ser malas noticias para llamar la atención de los corazones desalmados de quienes tienen la responsabilidad de atenderlos y socorrerlos. Los ciudadanos no tenemos acceso al sistema judicial.

El retardo procesal no sólo genera hacinamiento carcelario, tiene un generador agregado de impunidad e inseguridad jurídica. Al parecer el hoy es muy oscuro y el mañana es más irracional, hay una falta de coordinación de los integrantes del sistema de justicia, hay una muestra evidente de debilidad institucional para la gestión de los órganos de administración de justicia.

El poder judicial está vendado para la imparcialidad pero con los ojos abiertos para la arbitrariedad. No acciona ante las legislaciones de la Nación, sólo reacciona ante las gesticulaciones del Patrón. El opinar es un delito, el informar es una injuria, el silenciar es un bienestar, el denunciar es una fechoría y hasta el predicar es amenazado con la pena capital.

A Jesús los maestros de la ley lo criticaban porque recibía a los pecadores y comía con ellos (cfr. Lc. 15,2). Con el hecho de la cruz, Jesús va más allá de la simple acogida receptiva, camina con ellos cargando el madero, comparte la tribulación de la crucifixión con los pecadores, es capaz de morir con ellos y al condenado que se arrepiente le abre la puerta del Reino, para que entre a comer en la mesa del banquete eterno.

La misma fiesta que el padre amoroso preparó con el regreso a la casa de su hijo pródigo, es la idéntica celebración festiva que el Padre del cielo organiza y los ángeles cantan amén con la entrada del malhechor suplicante.

Cuando el sacerdote absuelve al pecador arrepentido en el sacramento de la confesión está actualizando y conmemorando la confianza del Paraíso ofrecida a Dimas. Aquel se transfigura alegóricamente en el “Buen Ladrón” del Gólgota, el absuelto penitente se convierte en el “Buen Pecador” y el sacerdote que reconcilia en el “Buen Pescador”.

Oración: Señor Jesucristo, Tú que nos enseñas en la cruz cómo apacentar a los extraviados, haz Dios de Misericordia que los sacerdotes podamos con la ternura de tu dócil pastoreo, guiar a los pecadores arrepentidos hasta la fiesta del cielo nuevo y de la tierra nueva donde sólo reinará la alegría y la paz verdadera. Señor danos muchos sacerdotes santos. Amén.



TERCERA PALABRA

“Mujer, he ahí a tu hijo; hijo he ahí a tu madre”
(Jn. 19, 26-27)

Jesús en la cruz nos muestra entrañablemente su triple amor inmortal y su obediencia inmarcesible. Después de su pasión y adhesión al Padre del cual lo proclamó en el Jordán y en el Tabor como su Hijo predilecto, es la Virgen María su santísima madre unida a la Iglesia, cimentada sobre la roca de los Apóstoles, los tres amores que constituyen la expresión afectiva más genuina de su corazón.

En una misma escena están presentes y actuantes Dios Padre, su Madre Inmaculada y su Iglesia representada en el apóstol Juan, el discípulo amado. Aparte de ser una entrega y donación materno-eclesial fue una también una confirmación de un amor entrañable. “La Virgen María guardaba todo en su corazón y lo tenía muy presente” (Lc. 2,19). Ella como fiel discípula lo seguía en todo, y Él como siervo obediente la complacía siempre. Jesús a ejemplo de su Madre admirable también guardaba todo en su corazón y en el Gólgota lo hace presente.

Jesús en medio del tormento abre un espacio bondadoso para la ofrenda y aparta tiempo santo dentro del sacrificio cruento para pedir su última encomienda. El encargo mariano es la misión maternal de adopción filial, y el mandato joánico es la asimilación maternal de amparo mariano.

Es un doble encargo para una misma misión: nueva maternidad para el hombre nuevo, nueva filiación para la Madre siempre nueva. Esta escena de revelación establece la nueva relación de amor de la Iglesia que deben practicar los cristianos con María Santísima y la Madre de la Iglesia con los imitadores de Cristo.
Con esta nueva relación materno-filial, Jesús garantiza la permanencia de su Bienaventurada Madre en la Iglesia y la estable consecuencia de la Iglesia nacida del inmaculado vientre de su Purísima Madre. En las Bodas de Canaán la Virgen María interviene santamente para interceder por aquella pareja que podía quedar en bochorno.
El precepto mariano: “Hagan lo que Él les diga” (Jn. 2,3-4) transfiere la potestad maternal al Hijo; el mandato de Cristo “Ahí tienes a tu Madre” (Jn. 19,27) restablece la ascendencia de María hacia el pueblo de Israel e instaura en el hecho fundacional de la Iglesia, el nacimiento del “Nuevo Israel”.
La “hija de Sión” -nombre que se le daba en el antiguo testamento a los habitantes de Jerusalén- interpretando la metáfora dicha a Nicodemo: “nace de nuevo” (cfr. Jn. 3,3) sin la orfandad veterotestamentaria sino con el amparo, socorro y auxilio de la Madre de la nueva “Hija de Sión”: la Iglesia.
Juan apóstol, el discípulo predilecto de Jesús recibe a María la madre del Hijo predilecto del Padre. Se convierte María de Nazareth en la madre de la predilección divina, los preferidos de las alturas son los amparados de la asunta a los cielos.
Esta “tercera palabra” de Jesús en la cruz no trata de resolver un problema familiar como suele suceder en las postrimerías humanas, con la redacción de un testamento remedian jurídicamente un conflicto doméstico o una repartición material.
La patrística al estudiar este pasaje del Calvario, nos sitúa ante uno de los hechos más importantes de la historia del cristianismo, la necesidad imperiosa de comprender el papel de la Virgen María en la economía de la salvación encarnada en Cristo Jesús señor nuestro.
Las palabras de Jesús en el pleno hecho de la agonía, revelan que su principal propósito es entregar el Discípulo –como “piedra angular” del discipulado- a su Madre amantísima a quien le asigna una nueva misión materna. El Padre le asignó ser la madre del Mesías, y el Hijo le concede por su infinita voluntad, ser la madre de la Iglesia cuerpo místico de Cristo.
La Iglesia es comunión con Jesús a través de María, no es un simple sentimiento o afecto filial, Jesús se sitúa en un plano más elevado: la futura comunión de los santos.
La Virgen María conservó sus mismas prerrogativas maternales y familiares, la muerte de Jesús no la distanció de sus deberes habituales dentro de su gran familia davídica. La desaparición física de Jesús la convierte a Ella en la cabeza de familia y en el sostén de casa, y reafirma su rol de corazón de hogar.
El hecho de estar acompañada de María de Cleofás nos asegura que la Virgen gozaba del aprecio familiar y que ahora con la bondad de ser recibida en la casa de los Zebedeos. Al Boanerges se le concede algo más sublime que estar a la derecha o izquierda del Reino, se le entrega el precioso tesoro de la Eucaristía y la custodia de la Inmaculada Virgen María.
La Virgen de Nazareth comienza a ejercitar en el mismo patíbulo de Cristo la maternidad apostólica de la Iglesia una y santa, convirtiéndose en Madre en la obra de la salvación. La hospitalidad apostólica de Juan es el signo visible de una generación espiritual que se inicia referida a la humanidad entera que nace de una madre que lo nutrirá eternalmente.
Este suceso contranatural de ver morir a un hijo lo soporta la Virgen María como un dolor de parto, muere Jesús y nace la Iglesia. El Calvario se transforma en un Nuevo Belén de cara al Misterio Pascual. Es otro “Fiat”, un distinto “Hágase” pero con una misma actitud: continuar siendo la “Esclava del Señor”.
Miles de madres hoy en día se suman a la lista universal de las madres que tuvieron que experimentar el dolor más terrible de la vida humana, ver morir y enterrar a un hijo. La Virgen María completa la era de dolor anunciada por el anciano Simeón: “Todo esto va a ser para ti como una espada que atraviesa tu propia alma” (Lc. 2,35). El tiempo de la Dolorosa comienza desde el mismo instante, de ser repudiada en secreto por José su castísimo esposo después de la anunciación hasta el momento final de la sepultura de Jesús. Toda una vida de amor, toda una vida de dolor.
La Madre de Cristo hoy se asocia al dolor de incontables madres que tienen transitar por la misma “vía dolorosa mariana”. Mujeres que a punto de parir tienen que soportar el ruteleo por los centros hospitalarios, pasando por la penuria de parir en camas compartidas por varias parturientas, en el suelo de un pasillo o en plena calle.
Para la Virgen no hubo lugar en la posada de Belén, para nuestras madres no hay cupo en las maternidades que no cuentan con capacidad de respuesta, no hay insumos ni recursos, sólo hay buena voluntad del personal médico, sólo hay bonitas promesas de los gobernantes y mucha paciencia de unas “marianas”, que al final de su existencia tienen el término de ser coronadas de espinas al ver morir al hijo que parieron con sacrificio, al ser asesinado, ajusticiado, ultimado o sicariado.
Anualmente se registran unos 600 mil embarazos en nuestro país, de los cuales 120 mil son en niñas y adolescentes. Más del 55% de los embarazos no reciben atención médica y hospitalaria.
Pero no sólo vivimos el drama doloroso de la Virgen María, se actualiza diariamente la tragedia vivida por los “santos inocentes” que murieron en lugar de Cristo.
Dos de cada cinco embarazos no son planificados, en el mundo de los 210 millones de embarazos anuales –con 80 millones no planeados- 46 millones terminan interrumpiéndoles el proceso de la vida del ser, el 56% de los no planeados finalizan con el aborto y en esos casos el 13% de las mujeres que se les practica este delito de “lesa humanidad” mueren por los riesgos y las complicaciones.
La vida humana debe ser respetada y protegida de manera absoluta desde el momento de la concepción. Desde el primer momento de su existencia, el ser humano debe ver reconocidos sus derechos de persona, entre los cuales está el derecho inviolable de todo ser inocente a la vida.
Si el niño en formación no existe aún para la sociedad y para el Estado, ya Dios lo conoce y le tiene una misión. “Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses te tenía consagrado” (Jer. 1, 5).
La Virgen María vivió dos partos, el de Jesús en Belén lleno de limitaciones y carencias, y el de la Iglesia en el Gólgota colmado de dolores y sufrimientos, en ambos prevaleció sin límites el sentido de la vida, del amor y de la esperanza.
Oración: Señor Jesucristo, infunde en los sacerdotes ese amor hacia tu santísima Madre, que todos tus seguidores imiten tu amor hacia la Virgen María, ilumina con el Espíritu Santo a todos los cristianos para que la reconozcamos como madre nuestra, ya que aceptar a María inmaculada como madre, es aceptar plenamente que Tú eres el Hijo de Dios, Señor único y verdadero. Señor danos muchos sacerdotes santos. Amén.


CUARTA PALABRA

“¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”
(Mc. 15, 34; Mt. 27, 46)

Esta “cuarta palabra” es una alabanza desde la angustia que clama Jesús -el Unigénito crucificado- con el salmo veintidós a su Padre celestial, pues confía en que Él lo atenderá.

Jesús como “siervo orante” practicó la oración contemplativa y la oración escuchada. “Elí, Elí, lama sabactani” (Sal. 22,1), súplica cantada por el rey David -vástago de Jesé- la escribió para profetizar los sufrimientos del Mesías que vendría. Este grito, aparente reproche hacia Dios es la oración del justo que sufre y espera.

Jesús no se desespera, tampoco se olvida de mirar al Cielo, aunque sabe que el Padre lo escucha, también está consciente mesiánicamente que en esta oportunidad de la postrimería, no lo va a complacer. Por primera vez el Padre no le responde porque ha identificado a su Hijo con el pecado por amor a nosotros.

El apóstol San Pablo lo certifica así a la comunidad de Corinto: “Cristo no cometió pecado alguno, pero por causa nuestra, Dios lo hizo pecado, para hacernos a nosotros justicia en Cristo” (2Cor. 5,21).

Si el Padre celestial le hubiese respondido a su clamor, lo hubiera salvado, pero Jesús colgado en la cruz debe morir para concluir el plan de redención trazado desde antiguo; el rechazado en la tierra ahora aparentemente es ignorado por el cielo, porque al hacerse pecado por nosotros, se rompe el diálogo con Dios, y Jesús de manera unitaria como segunda persona de la Santísima Trinidad asume con obediencia el morir por los pecados de muchos.

Esta exclamación agónica de Jesús: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” es una expresión rutinaria en el diarismo de nuestra cotidianidad. ¿Cuántas veces en nuestras vidas hemos sentido el abandono aparente de Dios? Quizás no repetimos la frase del salmo 22: “Elí, Elí, lama sabactani”, pero utilizamos unas máximas sencillas en interrogación que intentan apelar a Dios e interpelarnos a nosotros mismos.

Con cierta congoja inquirimos en los momentos en que el infortunio toca nuestras vidas: ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? ¿Qué mal hice Señor? ¿Por qué Dios no me escuchó? ¿Tanto que recé y nada? ¿Cómo qué Dios no existe? ¿Dónde estaba Dios cuando lo necesité? Son preguntas como la de Cristo en la cruz cuyas respuestas se encuentran en el silencio de Dios Altísimo. Ese sigilo de la Providencia se rompe en la aurora de la pascua florida mañana de la Resurrección. Así a nosotros, la respuesta de Dios ante nuestras preguntas apesadumbradas las encontramos en la victoria de Cristo sobre la muerte. Los aguijones que nos causan tristeza y abatimiento son aniquilados por la Luz pascual.

Cuando Jesús grita: “Elí, Elí, lama sabactani” muchos de los que estaban allí en el Calvario dijeron: “Oigan está llamando al profeta Elías” (Mc. 15,35) e inmediatamente otro ofensor lo censura: “Déjenlo, a ver si Elías viene a bajarlo de la cruz” (Mc. 15,36).

A Jesús siempre lo relacionaron con los profetas. Siendo Rey eterno, Sumo y Eterno Sacerdote vivía como profeta, hablaba como profeta, vestía como profeta y sufrió como profeta, muriendo como profeta. Una vez el Maestro preguntó a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” (Mt. 16,13).

En las respuestas nunca lo confundieron con ningún rey, ni con Saúl, ni con David –sólo Bartimeo lo llamó “Hijo de David”, ni mucho menos con Salomón, con todo y que Jesús mismo señaló “y lo que hay aquí es mayor que Salomón” (Lc. 11,31).

Tampoco lo identificaron con los sacerdotes, ni con el legendario Melquisedec, ni con Aarón hermano de Moisés, ni tampoco con el sacerdote Elí -custodio insigne del Arca de la alianza-. A Jesús en todo momento lo describían con las emblemáticas figuras proféticas de Juan el bautista, de Elías, Jeremías o de algún otro profeta.

Con esta desgarradora “cuarta palabra”: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” se palpa la fusión intrínseca del espíritu y del cuerpo. La corporeidad padece, el alma clama. Jesús crucificado asume la realidad de la cruz como una transfiguración real y verdadera, ya no como la del Tabor donde resplandeció la luz, la blancura y la gloria.

Esta vez en otro monte, el Hijo del hombre se manifiesta sin apariencias, entrega su cuerpo a una muerte de cruz, renuncia a su alma encarnada en la carne que iba a perecer y hasta tiene que asumir la negación de ser Hijo de Dios.

Parafraseando a San Juan de la Cruz, comienza para Cristo el ocaso del viernes de la “noche oscura del alma” que será preludio de la próxima “noche clara como el día”. Jesús siente que la muerte se acerca e irrumpe el silencio de los suyos con un grito que pronuncia con sus labios pero que resuena como eco desgarrador en los corazones de la Virgen María, del Discípulo amado, María la de Cleofás y María de Magdala.

De esta “cuarta palabra” la frase más cercana a nuestras vidas desoladas y abatidas es: “¡Dios mío! ¿Por qué?...” Cuando hay desolación interior profunda es lo único que puede salir de nuestra boca.

Para el que tiene fe y confianza en Dios el grito: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” se convierte en oración de clamor suplicante; pero para el que cierra su corazón a la gracia de Dios, esta expresión dolorosa se transforma en el más terrible bramido de impotencia, desamparo y espantosa desolación.

Diera la impresión y así resultó, que llega la hora del poder de las tinieblas. Es un miedo de muerte donde el dolor acecha y la soledad nos invade. Así se ciernan nuestras vidas en medio de las injusticias y del oprobio social.

Cuando los amigos traicionan y sentimos que el cielo se cerró a nuestra suplica, hasta lo más seguro falla. Estamos en un mundo donde sólo prevalece el interés y el sentido de provecho, dudamos de todo y de todos, el recurso de la duda se hace presente, pero no para beneficiar al otro, sino para perjudicarlo y lesionarlo moralmente.

Estamos en el Año Sacerdotal convocado por el Papa Benedicto XVI, la Iglesia con voz suplicante ruega al “Dueño de la mies envíe obreros a su mies” (Lc. 10,2). En el mundo somos más 1.200 millones de católicos en una población de 6.000 millones de personas.

Los sacerdotes atendemos sacramentalmente a los católicos, pero les servimos en caridad pastoral a todos los seres humanos. Apenas tenemos unos 5 mil obispos y sólo contamos con 410 mil sacerdotes, de los cuales un alto porcentaje supera los 70 años y presentan serias dolencias de enfermedad.

Los 130 mil seminaristas que hay en el mundo no son suficientes para cubrir la carencia de pastores dentro del rebaño de Cristo. Cuando vemos cientos de parroquias sin sacerdotes, tres iglesias parroquiales con un solo sacerdote, seminarios cerrados por falta de vocaciones y diócesis con una falta de ministros sacerdotales que están a punto de fusionarse con otras iglesias locales para poder mantenerse, cabe este clamor de la cruz de Cristo: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”.

Cuando tenemos los confesionarios repletos de penitentes pero sin sacerdotes para confesar, el pueblo ávido de la reconciliación, grita: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”; cuando en los hospitales, asilos y hogares los enfermos y ancianos no son confortados con los sacramentos del auxilio cristiano, se escucha la atormentada voz: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”.

Cuando el Papa Benedicto XVI consternado pide perdón por los escándalos de algunos ministros de la Iglesia, divulgados recientemente por la prensa internacional, siente en sus palabras el lamento petrino: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”.

Señor, tu grito sigue resonando desde la cruz y no hacemos mucho para calmarlo. El sufrimiento sigue, la maldad se impone y la agonía no termina, pero tú tienes Palabra de vida eterna.


Oración: Te pedimos Jesús, Sacerdote Eterno, que clamaste desde la cruz, para que suscites muchas y auténticas vocaciones sacerdotales que puedan ser capaces de acompañar al pueblo que soporta y ser testigos en el mundo de tu infinita misericordia y amor solícito a los que sufren. Señor danos muchos sacerdotes santos. Amén.


QUINTA PALABRA

“Tengo sed”
(Jn. 19,28)

Es la palabra más pequeña, pero la más humana y conmovedora de Jesús en la cruz. El Verbo encarnado de la Palabra que hizo el cielo y la tierra carece de la creatura agua. Se entiende por sed, el deseo, anhelo, afán o necesidad. La sed de agua es algo profundamente humana y natural. Es la necesidad imperiosa de la vida, para conservar la existencia que Dios nos ha dado, debemos contar con el preciado líquido de la vida.

La sed fisiológica de Cristo –que era insoportable e inaguantable- se confunde con la sed clamorosa de la justicia, y la sed anhelosa de la santidad de la humanidad; tres clavos lo taladraron, tres sed lo atormentaron.

La sed orgánica de Cristo, no podía ser una sed común, el Señor presentó una sed asombrosa, cerca de una polidipsia crónica, a Jesús con infamia se la intentaron calmar con una esponja mojada en vinagre (cfr. Jn. 19,29). El vino agrio podía dopar a la persona crucificada, pero no le quitaba la sed de agua. En el Gólgota no había agua porque era un lugar de muerte.

Muchas de nuestras comunidades se han convertido en unos calvarios modernos, son lugares de muerte porque sencillamente, no tienen agua.

En el Gólgota estaba la crema y nata del poder temporal de la época: el poder político, militar y religioso retozaba en la cima del monte de la calavera; el gobernante se confundía con el espectador, el levita se juntaba con el soldado, el saduceo se apiñaba a la muchedumbre y el herodiano se apelotonaba con los fariseos.

Una especie de “cumbre” muy parecida a las reuniones o cenáculos de los poderosos del planeta que se reúnen de manera consuetudinaria para resolver el problema de la hambruna desde mesas ostentosas o la plaga de las guerras desde ciudades afrodisíacas sitiadas por operativo de seguridad donde utilizan miles de militares forrados con fusiles. ¡Qué ironía! y qué luchan contra el hambre, botando comida a granel, y buscan la paz rodeados de armas y misiles.

¡Necios! Hablan del hambre con actitudes del rico epulón y hablan de la paz con el talante sanguinario del rey Herodes. Portando armas en sus chalecos, quieren paz; hablan de la falta de agua tomando licores y hablan de la pobreza firmando negociaciones repletas de tratados fraudulentos, engañosos y podridos de corrupción, de dolo, malversación y concusión. Mandatarios que tienen los genes de Herodes, Pilatos, Barrabás, Iscariote, Anás y Caifás.

La reunión conciliábula en el “cerro de los cráneos” –otro término del lugar donde fue crucificado Jesús- resultó ser una especie de “sala situacional” a cielo abierto, éstas son mesas tecno-político-militar donde se calcula todo para fortalecer al tirano de turno, y se premedita con alevosía -llena de infamia- cada paso bien calculado para hundir al pobre, al necesitado, al desamparado.

En el Gólgota triunfaron las monedas, las espadas y los turbantes; y en cambio fracasaron las lágrimas, las cruces y las túnicas. Así mismo, en las cumbres internacionales de hoy donde se negocian los grandes intereses personales de cada mandatario para sobreproteger las supremacías económicas, políticas y militares de cada nación, arrollan en triunfo de gran contundencia el petróleo, los fusiles y las corbatas, y lamentablemente pierden los que protestan, los que rezan y a los que le violan sus derechos humanos.

No podemos arrodillarnos frente a la tiranía desalmada de los que propician la sed, el hambre y la muerte. Nuestras rodillas sólo deben inclinarse frente a la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, un Dios encarnado y misericordioso:

- que no compartió ninguna ideología política porque son contrarias al amor y al servicio;
- que no se alió a ningún gobernante porque todos pactan con los poderes terrenales para mantenerse en la hegemonía de sus privilegios;
- que no durmió en ninguno de los palacios, porque allí pernocta la ostentación, la suntuosidad y la pompa que cercena la justicia de la tierra;
- que no le expresó palabra alguna al sanguinario de Herodes porque Jesús no dialoga con los gobernantes que se burlan de los pobres y se beben las mieles del poder.

Nos decía Monseñor Oscar Arnulfo Romero (Obispo mártir del El Salvador): "El mundo al que debe servir la Iglesia es el mundo de los pobres, y los pobres son los únicos que deciden lo que significa para la Iglesia vivir realmente en el mundo”.

Que le esté claro a todo régimen totalitarista:

- La Iglesia de Jesús no se enloda con los tiranos;
- La Iglesia de Cristo no pacta con los déspotas;
- La Iglesia del Crucificado no negocia con los criminales;
- La Iglesia del Nazareno no es genuflexa ante los fortifican la carrera armamentista;
- La Iglesia del Sumo y Eterno Sacerdote no se silencia frente a la calamidad de las injusticias, es decir no se calla;
- La Iglesia de Jesús el Redentor no se amilana frente a las persecuciones, difamaciones o injurias, así las vociferen desde los palacios, cuarteles o mansiones;
- La Iglesia del Buen Pastor no enmudece su voz profética frente al flagelo bestial de la corrupción, terrorismo y narcotráfico.

Así como la sed biológica de Cristo la intentaron aliviar con vinagre, la sed de justicia de Jesús la pretenden aplacar con amenazas, intimidaciones y miedos.

La sed espiritual del Señor es tan insoportable como la sed orgánica o la sed de justicia, son tres sed difícil de sosegar. Jesús consciente que la sed espiritual es la más difícil de calmar, dijo una vez a una mujer que se encontraba sedienta, a una pobre samaritana que había tenido cinco maridos: “Yo soy el agua viva” (Jn. 4,13-14).

En aquella oportunidad el Señor pidió agua diciéndole: “Dame de beber”. Esta vez en la cruz, el Maestro pide el agua de manera evidente, manifiesta una necesidad apremiante sin cortapisas ni formalidades: “Tengo sed”.

Aquella samaritana nunca más tuvo sed espiritual, en cambio Jesús el samaritano del Calvario teniendo sed no hubo quien le diera un poco de agua. Nuestro Señor Jesucristo siempre estuvo presto a sacar nuestra sed espiritual, nunca dudó de empapar nuestras almas del Agua de lo alto; un día al finalizar la fiesta de las tiendas, en Jerusalén, Jesús puesto en pie con fuerte voz dijo: “Si alguno tienen sed, venga a mí y beba el que crea en mí: Como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva” (Jn. 7,37).

Pareciese una contradicción que Aquél capaz de quitar toda la sed, en la cruz tenga sed. Cuando el creyente se acerca a la comunión eucarística, Jesús Hostia en las manos consagradas del sacerdote, grita con voz silenciosa oculto en el trigo y en el vino que son comida y bebida de salvación: “Tengo sed”.

Muchísimos católicos no se acercan a la comunión con la Eucaristía, dejan a Jesús esperando en el altar, y algunos toman la actitud de los que se encontraban en el Calvario aquel viernes de la crucifixión, para ellos fue muy fácil mojar los labios de Cristo con vinagre y no con agua, no calmaron su sed, al contrario con el resabio del amargo aumentaron su penuria.

Así nosotros, muchas veces queremos solventar nuestras infidelidades a Dios dándole a beber sorbos del vinagre del mundo, cuando al Señor le agrada son los actos de misericordia, compasión, benevolencia y servicios de amor. A Jesús muy a pesar que le mojamos sus labios con el ácido del mundo, sin embargo, todo su ser permanece santo, puro e inocente.

Estamos en un mundo de insensibilidad, tan cruel que le sigamos dando a los rostros de Cristo el vinagre por agua. Un día Jesús nos dijo: “Pues si ustedes, aun siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan!” (Lc. 11,13).

A nuestros hijos somos capaces de darle pan y no una piedra, les damos leche y no vaso de barro, en cambio a Cristo le seguimos dando el vinagre con hiel y no el agua con miel que se la ofrendamos liberal y espléndidamente al mundo pagano.

La sed que Jesús padece en los pobres es la sed que la humanidad está comprometida a saciar con la acción pastoral de la Iglesia. Necesitamos sacerdotes sedientos del amor de Dios que hidraten con el agua viva de Cristo al mundo entero.


Oración: Señor, danos de esa agua de vida que sale de tu costado para nunca más tener sed, queremos inundarnos con la acción de tu Espíritu Santo y de tu preciosa Sangre derramada por nuestra salvación para que en un mundo resecado y marchito por el pecado social podamos edificar tu Reino de justicia y de paz. Señor danos muchos sacerdotes santos. Amén.


SEXTA PALABRA

“Todo está cumplido”
(Jn. 19, 30)

El apóstol San Pedro en un discurso pronunciado en la casa de un centurión romano llamado Cornelio convertido a la fe cristiana, recalcaba con fuerza y espíritu de galardón apostólico al mérito realizado por el Mesías, el Hijo del Dios viviente: “Jesús pasó haciendo el bien” (Hch. 10,38).

Parafraseando este testimonio del Vicario de Cristo, pudiéramos certificar que Jesús de Nazareth “pasó haciendo el bien” y todo lo hizo bien. El cumplimiento del Señor es tarea realizada, culminada y evaluada con responsabilidad augusta con el rango del deber y de la majestad de la conciencia. Ese es Jesús.

Jesús al entregar a su Madre al Discípulo asumió en sí todo el sentimiento de entrega y confianza en Dios. A pesar de haberla cedido maternalmente a Juan Apóstol, Él no se desprendió de ella ni espiritual ni afectivamente.

En esta sexta palabra “Todo está cumplido”, el Emmanuel une las frases de la Encarnación con la Pasión. La Virgen María en la Anunciación proclama al Ángel del Señor: “Hágase en mí según tu Palabra” (Lc. 1,38).

Con esa palabra “Hágase” Dios creó el cielo y la tierra. Es el “Fiat” del ordenamiento de las creaturas y la creación de todo cuanto existe. Cuando la Virgen dice “Hágase en mí…” se encarna el Hijo de Dios por obra y gracia del Espíritu Santo y recibe el Verbo de Dios la herencia de obediencia de su Santísima Madre.

Se engendra la genética espiritual de la santa obediencia de la Iglesia, que luego con esta palabra: “Todo está cumplido” (Jn. 19, 30) viene a iniciarse la creación definitiva de la obra del Señor.

Esta sexta palabra recoge los mismos sentimientos de entrega y confianza en Dios expresados y manifestado por María Inmaculada y llevados a plenitud por Cristo Jesús.

Cristo y María nos enseñan maravillosamente, lo que empezaron por obediencia, lo terminaron con excelencia. Empezar bien y terminarlo en el primor de la excelsitud es una regla cristiana. Pobre de aquel hombre que empezó a construir una torre y no pudo terminarla (Cfr. Lc. 14,28).

Estamos en una sociedad actual cimentada en la improvisación generalizada, imprevisión sistemática y desmoralización constante; un país donde todo se suspende a última hora, sin explicación ni excusa; llegar o empezar tarde es lo normal, común y corriente; abandonar la carrera o el propósito es lo cotidiano; el retroceder, recular o prescindir se ha convertido en una praxis habitual; nada se concluye felizmente; todo se termina mal o con la mediocridad tradicional; muchos protocolos de primeras piedras y muy pocos actos de inauguración. La falta de mantenimiento y de inversión ha hecho de Venezuela un país de neorruralismo técnico y social.

Todo esto porque se vive con el afán que profetiza la salmodia de alabanza al Señor: “No pongan su confianza en hombres importantes, son simples hombres que ni pueden salvar, pues cuando mueren regresan al polvo, y ese mismo día terminan sus proyectos” (salmo 146,3).

Jesús confió siempre en su Padre, y todo lo hizo por Él, con Él y en Él. Así la Iglesia con Cristo, proclama la doxología con los labios y la testimonia con sus obras de misericordia a favor de los necesitados.

Hay que hacer el esfuerzo augusto de intentar que cada día de nuestras vidas esté en las manos de Cristo Jesús. Lamentablemente algunos practican una doctrina muy equivocada sobre la antropología de la religión; pretenden hacer lo que le corresponde a Dios, y piden a Dios que realice lo que le concierne a ellos.

Nosotros no vamos a hacer lo que el toca a Dios, tampoco Dios va realizar lo que por deber y compromiso nos compete a nosotros. En ocasiones no entendemos que los tiempos de Dios no son los nuestros, Dios es el dueño del tiempo, nosotros simplemente se lo administramos, a veces somos malos administradores de la temporalidad de nuestra existencia humana.

Solemos confiar más en nuestras fuerzas que en la omnipotencia divina, vivimos como si Dios no existiera, o por lo menos como si no tuviera influencia en nuestras vidas, hemos tomado a solas las riendas de nuestras vidas, y en peores casos pretendemos llevar las tutelas de las vidas de los otros.

Por no contar con la gracia del Espíritu Santo que impulsó y acompañó permanentemente a Nuestro Señor Jesucristo, nos ha ido bastante mal pues no hemos puesto nuestro espíritu en las manos del Padre.

• Jesús “pasó haciendo el bien” y todo lo hizo bien, porque oraba con insistencia y con deferencia a la presencia de Dios Padre.

• Jesús “pasó haciendo el bien” y todo lo hizo bien, porque configuró un discipulado que lo siguió, al que formó como sus imitadores y lo amparó con la gracia del Paráclito.

• Jesús “pasó haciendo el bien” y todo lo hizo bien, porque fue respetuoso de su procedencia trinitaria, y más aún de su misión como Hijo enviado por el Padre, celoso de no usurpar los roles de las Personas Divinas del Padre y del Espíritu Santo.

• Jesús “pasó haciendo el bien” y todo lo hizo bien, porque optó por la vida celibataria sin menoscabo de su masculinidad y de su reciedumbre viril, el ser célibe no degradó su respeto y amor por el sentido de hogar, por la familia como institución y del matrimonio como lugar bendito para la procreación.

• Jesús “pasó haciendo el bien” y todo lo hizo bien, porque su misión la desempeño a través de la enseñanza de unos mandamientos basados en el amor, en el perdón y en el servicio al prójimo, mandatos que perfeccionaron la antigua Ley existente desde los tiempos de Moisés.

• Jesús “pasó haciendo el bien” y todo lo hizo bien, porque todos sus actos, discursos, sermones, cuentos, enseñanzas y milagros fue para que el ser humano discurriera sobre la fe.

• Jesús “pasó haciendo el bien” y todo lo hizo bien, porque tenía plena conciencia de lo que hacía, y no actuaba a tientas, no improvisaba sin un espíritu creativo e innovador.

• Jesús todo lo dio por cumplido, porque tenía metas y prioridades bien establecidas. Era seguro y decidido; flexible y dócil; y muy previsible.
• Se presentaba con cierta actitud impredecible ante la gente. A pesar de tener complejidad en su mente y sus ideas eran transparentes. Tenía mucha paciencia para educar.

• Siempre despertaba la sed del conocimiento. Informaba poco, sin embargo, educaba mucho.

• Era enemigo del autoritarismo y del totalitarismo. Tenía valor para expresar sus ideas, sabiendo que eso le costaría caro: persecución y sufrimientos frecuentes.

• No se amedrentaba, asumía los conflictos y sus consecuencias. Siempre tuvo como compañera y aliada la austeridad, y la escasez en la simplicidad aunque le produjera necesidades.

• Jesús todo lo dio por cumplido, porque se ejercitaba en la defensa del derecho personal y en la libertad del pensamiento.

• Buscaba comunicar y siempre estaba informado a pesar de las restricciones del imperio del César.

• Era una persona humilde, sencilla, tolerante, obediente e inteligente. No sentía placer por el status social ni quería el poder político, aunque trataba de aleccionarlo con autoridad y seriedad.
• Nunca mantuvo el “status quo” de su estirpe real, ni hizo alarde de su categoría de Hijo de Dios. Vino a liberar al hombre de sus miserias síquicas y sociales.

• Conoció profundamente el pensamiento, las limitaciones y las crisis de la existencia humana. Atravesó una vida donde sufrió angustias, dolores físicos, opresiones sociales, dificultades de sobrevivencia y rechazo social.

• Pudo tumbar el paradigma de la élite del binomio: “sabiduría-riqueza”, por el de “sabiduría-pobreza”.

• Aprovechaba cada angustia y de cada contrariedad para tener una oportunidad de enriquecer su comprensión y educar a los demás.

• Su proyecto era insigne: transformar el pensamiento para cambiar la manera de vivir.

• Provocaba la admiración de sus enemigos; la vocación de sus oyentes; y la atención de sus amigos.

• Jesús todo lo hizo bien, porque Dios es infinitamente bueno. Y como el sacerdote Melquisedec Rey de Justicia y de gratificación no se deja ganar en Misericordia y bondad.

Oración: Señor, Tú que todo lo hiciste bien, ayuda a tus sacerdotes a prolongar la bondad de tu bienhechor pastoreo, que seamos solícitos a cumplir nuestras responsabilidades como ministros del altar y como guías espirituales de tu rebaño. Que podamos apacentar a los atribulados, rescatar a los extraviados y reconciliar a los arrepentidos. Amén.


SÉPTIMA PALABRA

“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”
(Lc. 23, 46)

El Hijo de David concluye su último sermón con un versículo del salmo treinta y uno, versículo cinco, de la plena confianza en el Señor, que invoca al Señor con tanta seguridad que habla como si ya hubiera obtenido el beneficio que pide. Culminada la obra de Dios entrega el espíritu al Padre. Reveló el Rostro de Dios ante los hombres y delante de ellos se entrega en sus manos.

Jesucristo dio testimonio de la Verdad y asume la gran verdad de su vida: mostrar el amor verdadero. Anunció el Evangelio a los pobres, y como siervo humilde exhala su espíritu rico en misericordia. Dio la vista a los ciegos, y ahora cierra sus ojos para ver luego la gran luz de pascua.

Anunció la libertad a los cautivos y el reo de muerte queda libre de sus opresores. Curó a los enfermos y le toca ahora marchar hacia la salud eterna. Perdonó a los pecadores convertidos y ahora muere por nuestros pecados.
Comunicó la misericordia divina, exaltó a los humildes, humilló a los soberbios y baja con esta última palabra en la cruz a descender a los infiernos.

Fundó la Iglesia, entregó su Palabra, se quedó en la Eucaristía, nos dejó a María y ahora está entregando su Vida como muestra de su Amor extremo.

Con la muerte de Jesús culmina El su obra y comienza la misión de la Iglesia. Ahora a evangelizar a todos los pueblos; a expulsar el mal; a promover al unidad; a ser servidores de los más pequeños; a testificar la Verdad; a ser pescadores de hombres; a ofrecer los padecimientos, persecuciones y sufrimientos por el Reino; a cargar la cruz y seguir los pasos de Jesús. Comienza ahora el primer día del final de los tiempos.

La vida de Cristo no fue sólo un drama visto desde la perspectiva humana, la vida de Cristo fue un paisaje terrenal de la realidad trinitaria en el cielo. Este final de Jesús visualizado desde la óptica humana, es un fracaso digno para romper en llanto.

Esta despedida de Jesús desde el Plan salvífico de Dios es una victoria aplastante sobre la miseria del mal. Este fue el final que quiso evitar el tentador en el desierto cuando le ofreció a Jesús los poderes y reinos del mundo a cambio que se le arrodillara. Jesús nunca fue genuflexo frente al maligno, prefirió y así lo hizo, morir en la cruz para hacer la voluntad de su Padre.

“Siete palabras” que han salido del corazón de Cristo, a decir verdad, fueron ocho palabras que salieron de su sagrado corazón, la octava palabra la gritó su corporeidad después de ser atravesado con la lanza (cfr. Jn. 19, 34); cuando salió la sangre y el agua del costado del Señor brotó su último mensaje con el código del amor extremo, allí expresó el Señor como ríos de agua viva: dejo a mi Iglesia ni el poder de la muerte la derrotará (cfr. Mt. 16,18).

Estas palabras no son las de un hombre acabado o las de un líder derrotado. ¡NO! Son las palabras de quien tenía ganas de llegar al final. No son simples palabras de un moribundo crucificado, son sentencias de victoria de un Elegido, Encarnado y Enviado que cumplió a cabalidad su propósito misionero. Ahora después de la victoria final sobre la muerte será recompensado con la Gloria eterna.

“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc. 23, 46). Jesús muerto se deja caer en los brazos de María y se abandona en las manos del Padre. Las manos de Dios son manos paternales porque son manos de salvación. Dios es un Padre con corazón de madre, y la Virgen María es una madre con manos paternales.

Jesús había dicho a sus discípulos: “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, yo les daré descanso” (Mt. 11,28). Jesús muerto y sepultado descansa en las manos del Padre para esperar la luz sin ocaso. El Padre celestial confío siempre en Cristo su Hijo, y Jesús el Hijo siempre confío en su Padre, y al instante de su muerte le encomienda su Espíritu.

Cristo el Buen Pastor se encomienda a la súplica del salmo 23 cuando dice: “Aunque pase por el más oscuro d los valles, no temeré peligro alguno, porque tú Señor, estás conmigo, tu vara y tu bastón me inspiran confianza” (Sal. 23,4). Hoy hay pocas personas en las que pudiéramos confiar y abandonarnos con toda seguridad. Se desconfía de todo y de todos. Ganarse la confianza de alguien es un patrimonio moral y ético tan valioso como la misma vida.

En este Año Sacerdotal tenemos que recuperar la deferencia, respeto y fervor al sacerdocio ministerial de Cristo.

Si hay sacerdotes santos, si hay sacerdotes que se desempeñan asiduamente en el ministerio sacerdotal como fieles colaboradores del orden episcopal, apacentando el rebaño del Señor, bajo la guía del Espíritu Santo.

Si hay sacerdotes santos que se desempeñan con dedicación y sabiduría en el ministerio de la palabra en la predicación del Evangelio y la exposición de la fe católica.

Si hay sacerdotes santos que celebran con piedad y fidelidad los misterios de Cristo, especialmente el sacrificio de la Eucaristía y el sacramento de la reconciliación, para alabanza de Dios y santificación del pueblo cristiano, según la tradición de la santa madre Iglesia.

Si hay sacerdotes santos que imploran la misericordia divina en favor del pueblo que se les ha confiado, cumpliendo el mandato de orar continuamente por la Iglesia.

Si hay sacerdotes santos que están unidos cada día más estrechamente a Cristo, sumo y eterno Sacerdote, que por nosotros se entregó al Padre como víctima santa, y están consagrados a Dios junto con él para la salvación de los Hombres.
Si hay sacerdotes santos que cumplen con libertad de conciencia y alegría pastoral la promesa de la obediencia y respeto a la jerarquía de la Iglesia y a su santo magisterio.

Si hay sacerdotes santos que mantienen el espíritu de oración que corresponde al modelo de su vida consagrada y según el espíritu de su estado sacerdotal orando en nombre de toda la Iglesia y por toda la humanidad.

Si hay sacerdotes santos que libre y cándidamente observan la vida del celibato como signo de constante estímulo de caridad pastoral y fuente de fecundidad espiritual en el mundo.

Si hay sacerdotes santos que viven la pobreza evangélica configurándose a Cristo pobre y humilde y ofrendarse con todo amor al servicio de Dios y de su pueblo.

Si hay sacerdotes santos que no han manchado su dignidad sacerdotal inmiscuyéndose en la descompuesta y corrompida politiquería donde se pierden los valores éticos y morales de la vida social, política y económica; que llegan a convertirse en los acólitos del que lideriza la economía dirigista fermento de miseria y retraso.

Si hay sacerdotes santos. Los santos sacerdotes no son noticias para el mundo, los santos sacerdotes son buena nueva para el reino celestial. Los sacerdotes santos no arruinan las diócesis porque no son materia prima para demandas judiciales, ni para las murmuraciones callejeras, ni son fuente para la morbopublicidad o el periodismo impúdico.

Esta última palabra de Cristo en la cruz es la despedida de la tierra, pero la bienvenida en el cielo.

(A manera de conclusión)

Muchos santos y santas en el momento de su tránsito han dejado el testimonio vivo de su obra, vida y ejemplo antes de su partida a la casa del Padre, citaré solo algunos que han marcado huella profunda en la vida de muchos sacerdotes:

San Francisco de Asís: “He terminado mi tarea”.

Santo Domingo de Guzmán: Le invocaron: "Que todos los ángeles y santos salgan a recibirte", el santo dijo: "¡Qué hermoso, qué hermoso!".

San Felipe Nery: “Me alegro vayamos a la casa del Señor".

En la muerte súbita San Ignacio de Loyola testimonió en secreto: “Todo para mayor gloria de Dios".

San Francisco Javier exclamó con ternura: “Jesús, Jesús, Jesús”.

San Francisco Regis repitió la misma palabra del Señor en la cruz: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu".

San Juan de la cruz en medio de los desprecios y humillaciones se preparó para expirar: "A la tarde te examinarán en el amor; aprende a amar como Dios quiere ser amado y deja tu condición".

San Pedro Nolasco poco antes de morir repitió las palabras del Salmo 76: "Tú, oh Dios, haciendo maravillas, mostraste tu poder a los pueblos y con tu brazo has rescatado a los que estaban cautivos y esclavizados".

Santa Teresita del Niño Jesús con delicada oración dijo: "Pasaré mi Cielo haciendo bien sobre la tierra".

El doctor angélico Santo Tomás de Aquino: "Ahora te recibo a Ti mi Jesús, que pagaste con tu sangre el precio de la redención de mi alma. Todas las enseñanzas que escribí manifiestan mi fe en Jesucristo y mi amor por la Santa Iglesia Católica, de quien me profeso hijo obediente".

San Miguel Febres Cordero: “Solamente hicimos lo que teníamos el deber de hacer”.

San Francisco Solano: "Que Dios sea glorificado".

Las últimas palabras de Santo Tomás Moro al subir al patíbulo fueron: “Soy un fiel servidor del Rey, pero primero de Dios”.

La doctora de la Iglesia Santa Teresa de Jesús: "Al fin, muero hija de la Iglesia".

Con lágrimas en los ojos San Juan María Vianney el cura de Ars –patrono de los sacerdotes, dijo: "Oh, que triste es recibir la Comunión por última vez".

San Pío de Pietrelcina el cura de Ars del siglo XX por tres horas repitió: “Jesús, María…tráiganme el arma” (el santo rosario).

Madre Beata Madre María de San José –primera santa venezolana- desde su lecho oró: Oh!, adorable Hostia, divina Eucaristía, amor de mis amores, alivio de mis penas, esperanza de mi salvación, sed tengo mi Dios de morir en tu amor".

Beata Madre Candelaria de San José –segunda santa venezolana- repitió antes de morir: “Jesús, Jesús, Jesús….”.

Madre Teresa de Calcuta: “Déjenme ir…no puedo respirar más”.

El venerable Juan Pablo II el grande -un día como hoy hace cinco años- completó la frase que Madre Teresa no pudo concluir: “Déjenme ir… a la casa del Padre"

Señor Jesucristo, infinitas gracias por esta oportunidad de predicar este sencillo y humilde sermón de tus “sietes sagradas y santas palabras”, no soy digno de esta gracia, mucho menos de este privilegio de acompañarte en el suplicio del Calvario en esta tarde de misericordia y de amor.
Tú sabes mis debilidades, flaquezas y pecados, como tu apóstol San Pedro que te dijo después de la triple pregunta, te repito hoy con ánimo de renovación de mis promesas sacerdotales: “Tú sabes que te quiero, tú sabes que te amo, tú sabes que te adoro”.


Oremos:
“Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.
Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se rebajó hasta someterse incluso a la muerte,
y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»;
de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble
en el cielo, en la tierra, en el abismo,
y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”. Amén.
(Filp. 2,6-11)
“Señor danos muchos sacerdotes santos”



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